jueves, 23 de septiembre de 2010

La algarroba

Leyenda quichua.
Era en tiempos de los Incas. Los quichuas adoraban con sumo respeto y con las principales honras a Viracocha, señor supremo del reino. También adoraban a Inti, a las estrellas, al trueno y a la tierra.
Conocían a esta última con el nombre de Pachamama, que es como decir “Madre Tierra” y a ella acudían para pedir abundantes cosechas, la feliz realización de una empresa, caza numerosa, protección para las enfermedades, para el granizo, para el viento helado, la niebla y para todo lo que podía ser causa de desgracia o sinsabor.
Levantaban en su honor altares o monumentos a lo largo de los caminos.
Los llamaban apachetas y consistían en una cantidad de piedras amontonadas unas encima de las otras, formando un pequeño montículo.
Allí se detenía el indio a orar, a encomendarse a la Pachamama, cuando pasaba por el camino al alejarse del lugar por tiempo indeterminado o simplemente cuando se dirigía al valle llevando sus animales a pastar.
Para ponerse bajo la protección de la Pachamama, depositaba en la apacheta, coca, Ilicta, o cualquier alimento que tuviera en gran estima, seguro de conseguir el pedido hecho a la divinidad.
Respetuoso de la tradición y de las costumbres, el pueblo quichua jamás había olvidado sus obligaciones hacia los dioses que regían sus vidas.
Pero llegó un tiempo de gran abundancia en que los campos sembrados de maíz eran vergeles maravillosos que daban copiosa cosecha, la tierra se prodigaba con exuberancia y la ociosidad fue apoderándose de ese pueblo laborioso que, olvidando sus obligaciones, abandonó poco a poco el trabajo para dedicarse a la holganza, al vicio y a la orgía.
Se desperdiciaba el alimento que tan poco costaba conseguir, y con las espigas de maíz, que las plantas entregaban sin tasa, fabricaban chicha con la que llenaban vasijas en cantidades nunca vistas.
Fue una época sin precedentes.
El vicio dominaba a hombres y mujeres. Ellos, en su inconsciencia, sólo pensaban en entregarse a los placeres bebiendo de continuo y con exceso, comiendo en la misma forma y danzando durante todo el tiempo que no dedicaban al sueño o al descanso.
Los depósitos repletos proveían del alimento necesario y nadie pensó que esa fuente que les proporcionaba granos y frutos en abundancia, se agotaría alguna vez.
El desenfreno continuaba y nada había que llamara a ese pueblo a la reflexión y a la vida ordenada y normal.
Llegó la época en que se hacía imprescindible sembrar, si se pretendía cosechar.
Pero nadie pensaba en ello.
Inti, entonces, al comprobar que el pueblo desagradecido olvidaba los favores brindados por la Pachamama, queriendo darles su merecido, resolvió castigarlos.
Con el calor de sus rayos, que envió a la tierra como dardos de fuego, secó los ríos y lagunas, los lagos y las vertientes, y como consecuencia, la tierra se endureció, las plantas perdieron sus hojas verdes y sus flores, los tallos se doblaron y los troncos y las ramas de los árboles, resecos y polvorientos, parecían brazos retorcidos y sin vida.
En los graneros aun quedaban alimentos, y en los cántaros, chicha. ¿Qué importancia tenía, entonces, para esas gentes, que las plantas se secaran y que el río hubiera dejado de correr, y seco y sin vida, mostrara las paredes pedregosas de su lecho ?
Mientras durara la chicha no podría desaparecer la felicidad ni la alegría. Pero un día llegó en que, con asombro, comprobaron que los graneros no eran inagotables y que para servirse de sus granos y de sus frutos, era necesario depositarlos primero.
El alimento comenzó a escasear, y con ello las penurias, la miseria y el hambre hicieron su aparición.
Recapacitaron entonces los quichuas, decidiendo volver a trabajar los campos y a sembrarlos.
Pero el castigo de Inti no había terminado y la tierra, cada vez más reseca y dura, no se dejaba clavar los útiles con que pretendían labrarla y así era imposible poner la semilla.
La desolación y la miseria fueron las soberanas de ese pueblo que, en un instante, olvidó las leyes de sus dioses y sus obligaciones con la vida.
Los animales, flacos, sin fuerzas, morían en cantidad y parecía mentira que esos campos, que al presente se asemejaban al más desolado de los páramos, hubieran podido ser, alguna vez, praderas alegres cubiertas de hierbas y de árboles o de extensas plantaciones de maíz, en las que los frutos se ofrecían generosos.
Los niños, pobres víctimas inocentes de los pecados y de la disipación de los mayores, débiles, flacos, con los rostros macilentos, los ojos grandes y desorbitados, verdaderos exponentes de miseria y de dolor, sólo abrían sus bocas resecas para pedir algo que comer.
Los más débiles morían sin que nadie pudiera hacer algo por ellos.
El sol caía a plomo. De una de las casas de piedra que se hallaban en los alrededores de la población, una mujer salió, corriendo desesperada.
Era Urpila, que, enloquecida porque sus hijos morían de hambre y de sed, arrepentida de las faltas cometidas en los últimos tiempos y enrostrando a todos su vergüenza, su pecado y su olvido de Inti y de la Pachamama, corría a la primera apacheta del camino a pedir protección a la Madre Tierra y a depositar su ofrenda de coca y de Ilicta, últimas porciones que había podido conseguir.
Llegó a la apacheta y casi sin fuerzas, comenzó:
Pachamama,Madre Tierra,
Kusiya... Kusiya...
Lloró y se desesperó ante el altar de la diosa, prometiendo enmienda y sacrificios.
Extenuada, sin fuerzas para continuar, se sentó en el suelo, apoyando su cuerpo cansado en el tronco de un árbol que crecía a pocos pasos y cuyas ramas secas parecían retorcerse en el espacio. Tan grande era su fatiga, tanta su debilidad, que, vencida, bajó la cabeza y no tardó en quedarse profundamente dormida. Tuvo sueños felices. La Pachamama, valorando su arrepentimiento, llenó su alma de visiones de esperanza y acercándose a ella, con toda la grandeza que como diosa le concernía, le habló generosa:
— No te desesperes, mujer. El castigo ha dado sus frutos y el pueblo, arrepentido como tú misma, de su ocio y de su desenfreno, retornará a su existencia anterior, que es la justa, la verdadera. La vida renacerá sobre la tierra que volverá a brindar sus frutos y su belleza.
Cuando despiertes, y antes de irte, abre tus brazos y recibe las vainas que ha de regalarte este “Árbol”, desde hoy sagrado. Que las coman tus hijos y los hijos de las otras madres, que con ellas calmarán su hambre y apagarán su sed. Tu humildad y tu arrepentimiento han hecho posible este milagro que Inti realiza para ti.
Cuando Urpila despertó creyó morir, tal era su decepción. El aspecto de la tierra en nada había variado y la visión había desaparecido.
Se convenció de que su sueño había sido sólo eso: un sueño.
Pero, recapacitando, volvieron a su mente las palabras de la Pachamama y recordó al “Árbol”. Levantó entonces sus ojos hacia las ramas que parecían secas, y tal como la diosa lo anunciara, las vainas doradas se ofrecían a su desesperación como una esperanza de vida.
Cambió en un instante su estado de ánimo dándole fuerzas extraordinarias.
Se levantó ansiosa y cortó los frutos generosos hasta que entre sus brazos no cupieron más.
Entonces corrió al pueblo, hizo conocer la nueva y todos se lanzaron a buscar las milagrosas vainas color castaño, mientras ella repartía entre sus hijos el tesoro que encerraban sus brazos de madre y que le había concedido la Pachamama...
El pueblo volvió a la vida y veneró desde entonces al “Árbol Sagrado” que fue su salvación y que, a partir de ese día, les brindan pan y bebida que ellos reciben como un don.
Ese árbol venerado es el algarrobo, que tiene la virtud, además de las nombradas, de ser, en tiempos de grandes sequías, el único alimento de los animales.

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